El cronista de la ciudad explica cómo la Feria ha impulsado a Valencia

El periodista y cronista de la ciudad de València, Francisco Pérez Puche, pronunció este 10 de mayo una conferencia en la que recorrió el siglo de historia de Feria Valencia y resalto como la actividad ferial ha sido un propio motor para la ciudad.

Puche, que recordó que el mismo día de la conferencia la feria cumplía 101 años, fue presentado por el vocal del Ateneo Ramón Domenech, y el director general de Feria Valencia, Enrique Soto.

A continuación, el texto íntegro de su intervención.

CENTENARIO DE LA FERIA MUESTRARIO DE VALENCIA

«FERIA VALENCIA, MOTOR DE LA CIUDAD»

Ateneo Mercantil

2018.05.10

Francisco Pérez Puche

«Queridos amigos:

Una vez más, el destino me da la oportunidad de intervenir en esta casa abierta, casa de todos los valencianos, que es el Ateneo Mercantil. En este gran salón, donde tanta historia y tanta vida de la ciudad se condensa, la alcaldesa Rita Barberá, en 2015, anunció que quería proponerme como Cronista de la Ciudad. Lo hizo al inaugurar una exposición sobre el 150 aniversario del periódico donde empecé a trabajar hace más de 50 años: el periódico «Las Provincias», que todavía me abre sus brazos y sus páginas. Pero si esos son motivos de felicidad, todavía lo es más que estar hablando ante ustedes hoy aquí, en el salón más representativo del Ateneo Mercantil, bajo las pinturas en las que Manolo Gil evocó la pesca y la agricultura, para hablar sobre Feria Valencia. Porque nuestra Feria, que hoy cumple justamente 101 años, nació en esta institución, en el Ateneo Mercantil donde habitualmente se daban cita los hombres de empresa, los comerciantes de la Unión Gremial, la institución promotora de la que acabó siendo la primera Feria Muestrario de España.

El Ateneo, unos años antes, ya había promovido, gracias a Tomás Trenor, la Exposición Regional, la de 1909, que en 1910 tuvo carácter nacional. El recuerdo de aquel éxito, el orgullo que Valencia sintió de sí misma, y la proyección regional, nacional e internacional que tuvo, quedó como un poso, fue tierra abonada para que Unión Gremial, en el año 1917, pusiera en  marcha nuestra Feria.

Los años que van de 1914 a 1918, los de la I Guerra Mundial, fueron terribles para Valencia. Aunque España fue neutral, el conflicto, el bloqueo marítimo que le acompaño, la presencia terrible de nuevas armas, como el submarino, afectaron todas las comunicaciones y desbarataron la economía.  Valencia sufrió falta de subsistencias y de carbón. El corte de alumbrado público y de gas del mes enero de 1918 duró 26 días. En esos años durísimos faltó el pan y escasearon los alimentos básicos, cerraron docenas de industrias y cientos de trabajadores fueron al paro sin indemnizaciones ni seguros. Y para rematar una pésima trayectoria, que era más o menos común a toda España, una terrible epidemia de gripe, «la cucaracha», mató a miles de habitantes a lo largo del año 1918.

Pero hay que hacer de tripas corazón. Por eso el Ayuntamiento, con la colaboración de algunas entidades ciudadanas, organizaba por esos años las Fiestas de Mayo, un nombre que la mayoría municipal republicana prefería a cualquier otro que contuviera referencias religiosas. A pesar de la grave crisis económica, o precisamente por ella, se trataba de animar la vida del comercio y de atraer a los forasteros para que, llamados por la fiesta, terminaran por entrar en las tiendas que languidecían y dormir en las fondas que ya no alquilaban las habitaciones como antes.

Había concurso de arreglo de balcones en el recorrido de la procesión de la Virgen; se programaban novilladas, exposición de flores y jardinería, una brillante Retreta militar, una muestra de industrias eléctricas y otras iniciativas de animación. En las fiestas de Mayo de 1917, la Unión Gremial, una entidad empresarial, decidió sumarse a los festejos y organizar una exposición, de ámbito local, en la que se mostraran las últimas novedades industriales, mercantiles, agrícolas y comerciales.

Todo fue, como es normal en Valencia, un poco improvisado. La junta extraordinaria de Unión Gremial que tomó la decisión se celebró a finales del mes de febrero. «Las Provincias» publicó el reglamento de concurrencia a la exposición, nada menos que el 26 de marzo. Faltaban menos de 50 días para la hipotética apertura del certamen y no se sabía ni dónde podría llegar a celebrarse. Pero nuestro tradicional «pensat i fet» terminó por dar algún resultado. Se pidió de prestado el claustro del Colegio de Niños Huérfanos de San Vicente, en esa esquina de la calle de Colón donde tenemos ahora el cine ABC Park y se terminó por pedir también, a la vista de la demanda, las instalaciones que la compañía Norte pudiera prestar del nuevo edificio que se estaba terminando de levantar para la estación del ferrocarril.

Los conflictos laborales y sindicales de 1917, el año de la Revolución Rusa, fueron tan graves que la Estación del Norte nunca fue inaugurada: en la primavera y el verano de 1917 las huelgas de los ferroviarios de toda España, con raíz en Valencia, aconsejaron a la compañía del ferrocarril no entrar en fiestas inaugurales. La Estación del Norte entró en servicio el 8 de agosto, pero lo sabemos por una nota de prensa de pocas líneas. Pero el 10 de mayo, aunque la Estación estaba por rematar, aunque dos vías pasaban aún en túnel por dentro del edificio para llegar hasta la estación vieja, en la plaza de San Francisco, se hizo el milagro de un acto inaugural: acababa de nacer la primera Feria Muestrario de España.

Lo escribí no hace mucho para una historia de la Estación y no me resisto a repetir la escena ante ustedes: «En el vestíbulo de la nueva Estación del Norte, las luces eléctricas daban un aspecto especialmente brillante y atractivo a los mosaicos de vivos colores. Dos grandes columnas, con profusos adornos vegetales, sustentaban sin esfuerzo aparente una gran viga transversal de madera, que a su vez recibía la carga de la enorme techumbre, resuelta con dibujos confeccionados con millones de teselas. Junto a una de las columnas, rutilante y perfecto, un modelo de automóvil elegantísimo: sobre un chasis de Hispano-Suiza, se había instalado una carrocería estilo limusina. Al lado de gramófonos de bocina abierta como los pétalos de una flor, aparatos eléctricos y de iluminación, teléfonos y máquinas de escribir; cientos de objetos y muestrarios hablaban, por su diseño y su calidad, de los grandes cambios que se habían producido, en pocos años, en las industrias manufactureras».

Fue como les digo, el 10 de mayo de 1917. Sin tensiones políticas aparentes, las primeras autoridades se dieron cita, a las once de la mañana, en la amplia replaza de una instalación ferroviaria que no estuvo pavimentada y cerrada por la verja que conocemos hasta un par de años después. Aquello era literalmente un solar encharcado. Pero allí estaba un Hispano-Suiza rutilante, junto con ventiladores eléctricos, gramófonos, sillas y mecedoras, abanicos y guitarras, vinos y orfebrería de la tierra, cerámicas y granos, esencias y perfumes, papelería y artes gráficas, alpargatas, fertilizantes, ollas…

José Grollo empezó a recibir felicitaciones  allí mismo, sobre  el terreno. La capacidad de creación de los valencianos, el dinamismo de su industria y su comercio, saltaba a la vista, como ya ocurrió en 1909. Se dieron cita 148 expositores, muchos más de los que se esperaban. Y durante unos días las fiestas de mayo hicieron resucitar aquel viejo orgullo de una Valencia próspera que estaba medio olvidado bajo el peso de la crisis.

«El certamen de muestras constituye un éxito completo, demostrando un gran grupo de comerciantes el amor que sienten por Valencia. Las autoridades elogiaron mucho la labor de los expositores y de la junta directiva de la Unión Gremial, a la que felicitaron por el triunfo que la Feria Muestrario había alcanzado», escribió «Las Provincias» «El Mercantil Valenciano», fiel a su espíritu, se volcó en el certamen. Y tampoco faltaron a su deber de impulsor ni «El Pueblo» ni «La Correspondencia de Valencia». La prensa, como en 1909, hizo el milagro de ser unánime y colaboró con la idea ferial. Una rareza afortunada.

La Feria, claro está, era confusa. Todo estaba un poco atiborrado. Pero el  público respondió a ese modo humilde de exposición en el que cada cual presenta lo que tiene en una vitrina o un mostrador con un cartel pintado a mano delante. La gente aceptó con ilusión los aires de fiesta del Colegio de Niños Huérfanos, donde esperaba el director de la institución y todo el profesorado, junto a la banda de música del Regimiento de Otumba, que interpretó la Marcha de Infantes. Los niños del Asilo aplaudieron y los comerciantes empezaron a sentir enseguida el calor de un acontecimiento que los valencianos querían compartir.

Triunfó el estand de la Unión Alpargatera, que tenía su razón social en la calle de los Derechos. El Doctor Trigo, un conocido industrial valenciano, tuvo colas de público que quería probar los productos de su fábrica de esencias, ideales tanto para hacer refrescos como licores de varios sabores. Aunque quizá el expositor que más éxito tuvo fue el de las Lejías Flor de Nieve, una industria de José Roda con despacho en la calle de Espinosa, que presentaba su producto en una graciosa botella etiquetada.

«Con nuestra Feria Muestrario hemos instituido un mercado que se ofrece al mundo de la producción, que es fundamento de prosperidad, y al mercantil, que es su medio», escribió José Grollo en el catálogo de expositores. Junto con él, el día de la inauguración, estuvieron los empresarios Sempere, Benedito, Vilella, Boigues, Roig y Senabre, todos ellos notables comerciantes. Ellos hicieron realidad el sueño promotor de otro comerciante valenciano, José Aupí Ballester, que en 1913 había dado vida a la Unión Gremial usando como sede los locales prestados por el Ateneo Mercantil. Propietario de un comercio de tejidos situado en la calle del Embajador Vich, Aupí y sus colaboradores pusieron en marcha una institución que, además de defender los intereses del comercio de la ciudad, dialogaba con el Ayuntamiento a la hora de los impuestos y colaboraba en la animación de la ciudad.

La actividad del comercio era el primer objetivo de Unión Gremial, que en 1913 ya proyectó hacer un torneo de caballeros, a la usanza medieval, para animar las fiestas de octubre cuando todavía no se rendía homenaje a Jaime I en el Parterre.

En la primera Feria, la de mayo de 1917, fue decisiva la labor de José Grollo Chiarri, el hombre que creó el certamen y lo llevó hasta el parón obligado de la guerra. A través de las páginas «El Mercantil Valenciano» sabemos que el primer proyecto contemplaba que la Feria se celebrara en el salón de columnas de la Lonja. También se barajó la sede del Banco de España, que estaba en obras, o el patio de butacas del Teatro Lírico.

El caso es que Valencia hizo el milagro en 1917, y lo repitió, en 1918, utilizando para ello el edificio de la vieja Estación ferroviaria antes de que fuera desmantelada por la Compañía Norte. El gobierno, esta segunda vez, otorgó una subvención de 10.000 pesetas, que fue muy celebrada. En 1919, la Feria tuvo lugar en los bajos del Ayuntamiento, que estaba en construccióm, y en los talleres de la Lanera, lugar que albergó también la Feria en 1920.

En 1921, la Feria logró la calificación de oficial y el Ayuntamiento, en medio de serias tensiones y polémicas, terminó por conceder al certamen el uso de unos terrenos situados junto al Palacio de Ripalda. Sin embargo, las dudas e indecisiones, unidas a las malas noticias que llegaban desde Marruecos, determinaron que al final no se celebrara el certamen. La quinta Feria, pues, es del año 1922, una edición que ya pudo usar parte de las instalaciones de un edificio ferial estable que comenzó las obras en noviembre de 1921. Al llegar 1925, Eduardo Aunós, el subsecretario de Trabajo, vino a Valencia a inaugurar la octava edición; y como compensación, le otorgó la calificación de internacional. Tres días después de la inauguración, el maestro Serrano dirigía a cientos de músicos en la interpretación, en la plaza de toros, del entrañable Himno de la Exposición, que en esa ceremonia fue declarado Himno Regional.

Con todo, el Himno Regional es un símbolo, un hermoso canto coral que exalta sentimientos y valores, y la vida está hecha de realidades, que las más de las veces no son sencillas.

En 1925, en su octava edición, con 300 expositores, la Feria de Valencia ya tuvo local propio. En ese mismo año 1925, España estaba en plena Dictadura de Primo de Rivera, preparando el doloroso desembarco de Alhucemas. Y en Valencia se vivía de la ilusión de que se podía terminar el Ayuntamiento y de que alguna vez habría presupuesto para emprender las necesarias reformas urbanas.

Lo que ocurrió es que año tras año, Ayuntamiento y Feria, Feria y ciudad, se fueron acostumbrando a vivir juntas, estrecharon relaciones, hermanaron sus intereses naturales. Comprendieron, de un lado, que una Feria no subsiste sin el favor de la sociedad y el apoyo del Ayuntamiento; y de otro, que la sociedad necesita del espejo de la Feria, de un escaparate comercial permanente tanto para estar al corriente de lo que ocurre en el mundo como para poder exponer cuanto sus empresarios son capaces de producir, inventar o crear.

En cien años, Valencia y su Feria han vivido juntas, para lo bueno y para lo malo. Para la crisis económica que regresó a partir de 1929 y para las que periódicamente han llegado haciendo añicos lo que se había tardado años en construir. Valencia y su Feria, durante un siglo, han sorteado los conflictos y tensiones de la República y, después del parón obligado de la guerra, han afrontado las penurias y secuelas del aislamiento de la dictadura, la autarquía, la falta de materias primas, el recurso a la Argentina de Perón y el esfuerzo supremo de  toda la sociedad por superar el subdesarrollo y la falta de libertades. De todas las libertades, las personales sin duda, pero también las de importación y exportación, en busca de horizontes comerciales nuevos.

Recordamos algunos, con un hilo de nostalgia, la Feria del restaurante y sala de fiestas Rialto, y la que estaba unida mediante un puente con las Muntanyetes d’Elio. Evocamos la Feria del Pabellón marroquí, y la de la España colonial, y la que fue visitada por el jalifa de Marruecos. La Feria humilde en la que se admiraban las primeras neveras eléctricas y los automóviles de importación; y la Feria en la que los chavales pugnábamos por conseguir una visera de cartón, un sobre de Flan Chino Mandarín o un cubito de Gallina Blanca.

En los cuarenta y los cincuenta, la Feria fue como los valencianos, espartana y esforzada, sencilla y soñadora. Nos mostró lo que el mundo estaba avanzando y lo que los españoles conseguían con su trabajo. Y hubo Ferias — ahí tenéis los carteles que hablan solos– en los que las banderas traían cruces gamadas y recuerdos del Japón en guerra. Como las hubo, poco después, en las que comenzó a llegar, imponente, la invasión de todo lo americano. La Coca-Cola y el chicle, los Átomos para la Paz y la penicilina milagrosa, la Campana de la Libertad y los aviones a reacción.

Ferias de sufrimiento y ahorro. De horas extra y pluriempleo. Ferias de una Valencia que sufrió la riada y vio convertida la Alameda en aparcamiento de maquinaria que por el día trabajaba en la retirada del barro. Valencia y su Feria levantaron la cabeza y aprendieron a comerse las lágrimas. Fueron ferias de cartón pintado y carpintería elemental. En las que un día, por fin, pudimos ver una moto Villof o el majestuoso primer Seat Seiscientos.

A falta de otros eventos, los valencianos de los años cincuenta llenaban las instalaciones feriales, donde un ala, de arquitectura colonial marroquí, ponía la nota exótica de las colonias españolas: Sidi Ifni, Marruecos, Guinea y el Sáhara. La gente acudía en familia, con la misma curiosidad con que se visita hoy un parque temático. En años de penuria económica, los valencianos conocieron en la Feria las fascinaciones del futuro: los televisores, las radios a pilas, las máquinas de coser eléctricas, la olla exprés y la lavadora.

 El Plan de Estabilidad fue como los modernos apretones de cinturón: una forma de salir de la crisis a golpe de trabajo. Y en los Sesenta, cuando la ciudad emprendió el camino del Plan Sur, la Feria estuvo allí, en primera línea, acompañando los sueños y el ansia de crecer de las empresas valencianas. Año tras año sirviendo a la ciudad; como un espejo de sus ambiciones. Edición tras edición, para forjar las legítimas aspiraciones de un pueblo que no quiere ser subvencionado, que no quiere ser nacionalista, que no quiere chantajear, porque a lo que aspira es a trabajar en igualdad de condiciones y respeto.

El ministro Ullastres inauguró la Feria de 1961 vistiendo frac y chistera, como en los viejos tiempos. En el año 1962, la primera Feria monográfica, la del Juguete, marcó el principio de una nueva época. Valencia, siempre pionera, descubrió el misterio de las ferias especializadas que ya triunfaban en Europa. Vinieron enseguida la de la Cerámica y la del Mueblo, de 1963. Y después todas las demás: Metal, Maquinaria para la Madera, Textil Hogar… El pabellón metálico que se levantaba como complemento en la Alameda, como un hangar de estructura colosal, se quedó pequeño. La Feria reventaba por sus costuras al compás del crecimiento económico de los sesenta y dos hombres con visión de futuro, el alcalde Rincón de Arellano y el presidente Ramón Gordillo, tuvieron que preparar un proyecto destinado a trasladar el certamen fuera de la ciudad convencional, a Benimàmet, sobre una parcela de 200.000 cuadrados.

En 1964 se lograron terrenos nuevos y en 1966 se presentaron maquetas y planos. En los primeros meses de 1969 se iniciaron las obras de las nuevas instalaciones, que en el otoño ya pudo usar la Feria del Mueble en su séptima edición, con 767 expositores. La Feria del Metal es la última que se celebró en las instalaciones de la Alameda, de la que los empleados y el presidente Noguera de Roig se despidieron el 20 de octubre. En 1970 se cerró el ciclo del traslado y se pusieron a subasta las instalaciones de la Alameda, que habían sido marco de una etapa histórica. Ese año, Valencia canceló su servicio de tranvías.

Pero antes, esta Feria había celebrado su 50 aniversario, las bodas de Oro de su matrimonio con la ciudad. Lo recordó el cartel del año 1967 y lo premió el Ayuntamiento, ahora hace medio siglo, cuando concedió la Medalla de Oro de la Ciudad a la primera feria de España.

Mirad los carteles de la exposición detenidamente. Hay un tiempo simbolizado por las anclas portuarias y otro simbolizado por un panal de abejas ahorradoras; después, los carteles evocan las máquinas pesadas que faltan, las alas del comercio que se añora o el porte decidido del hombre de negocios del futuro. Todo va cambiando; pero la historia de la ciudad y de su Feria se dan la mano. Son hermanas y evolucionan juntas. Se expanden y se contraen con una sola respiración, como un único corazón, al ritmo que marca la sociedad y la economía.

Feria Valencia ha sido y es, también, una ventana abierta al exterior. Los pabellones de Francia, de Alemania, de Italia y de Suecia competían sin éxito con el de Estados Unidos, que un año expuso una reproducción de la cápsula espacial «Mercury». Cuando España no tenía libertad, esos pabellones dejan entrar aire fresco más que productos mercantiles. Y los embajadores, que lo sabían, aprovechaban la ocasión para hablar de un futuro donde las cosas serían bien diferentes.

Claro está que el Gobierno también aprovechó el tornavoz de la Feria para impartir sus mensajes. Todos los ministros de Sindicatos, Comercio o  Industria, todos los comisarios del Plan de Desarrollo han pasado por la Feria alguna vez: García Moncó, Fontana Codina, Vicente Mortes o López Rodó, dieron en Valencia importantes mensajes económicos en discursos de trascendencia. Ya en democracia, haría lo mismo, en una ocasión, el presidente Felipe González. Los grandes cambios de la economía española, las más importantes noticias sobre la estabilización, los planes de desarrollo, las devaluaciones, la apertura a mercados exteriores o las aspiraciones europeas de España fueron presentados en los discursos de inauguración ferial.

Sin duda alguna, la Feria es el Motor de la Ciudad. Y Valencia es el combustible de la Feria. La sociedad que en los sesenta había conquistado el bienestar quería alcanzar ahora las libertades cívicas y democráticas. Tiempo de hipermercados y de grandes centros comerciales. Tiempo de autovías y miles de coches atascados. La Feria le pedía a la ciudad que construyera hoteles para sus clientes y la ciudad reclamaba paciencia en la respuesta. Y llegó una nueva crisis, la del petróleo, que entre 1973 y 1979, justo el momento más delicado, vino a complicar los años inquietos y esperanzados de la Transición.

La reforma de la economía se quedó a la cola, después de la reforma política. Los trabajadores estrenaron el derecho de huelga y la sociedad aprendió cómo funcionan los partidos políticos. La Feria, en su lugar, al lado de la economía valenciana, siguió siendo el necesario impulsor del desarrollo de la economía, un año tras otro, sin desmayar.

Ferias de los ochenta y de los noventa. De nuevo certámenes enormes que llenaban todos los hoteles disponibles desde Castellón hasta Gandía. Sin esa demanda, la hostelería valenciana se hubiera quedado atrás en la competición por el turismo. Las ferias, sin duda alguna, fueron una herramienta que dieron a conocer los atractivos del turismo de toda la región a millones de personas, españoles y extranjeros, que ocasionalmente se acercaban solo para un par de días de negocios.

La Feria Muestrario de mayo se quedó pequeña frente a sus grandiosas hijas; pero nunca faltó a la cita de la primavera. La palabra Muestrario terminó por perderse y el nombre de la institución se quedó con lo elemental, Feria de Valencia, fiel al viejo compromiso de amor a la ciudad.

En el último tramo del siglo XX, la economía valenciana creció con fuerza y comenzó a impulsar la necesidad de nuevas instalaciones feriales, cada vez más espaciosas y exigentes. El mundo se estaba haciendo global y la economía ya no reconocía fronteras. Los expositores necesitaban una Feria para el siglo XXI y eso reclamaba infraestructuras donde estuviera garantizado no solo el espacio, si no la logística, las comunicaciones, una gran rapidez de montaje y desmontaje y una ciudad capaz de albergar a miles de visitantes en un periodo corto de tiempo.

Las inversiones se hicieron, y la Feria alcanzó una dimensión grandiosa, justo en el momento en que se hizo presente una nueva, y gravísima crisis económica. Valencia y su Feria la sufrieron unidas, año tras año.  Para las buenas noticias y para los momentos menos agradables.

 Pero queda la esperanza. El Motor de la Ciudad, el gran agente animador de la economía y el desarrollo de los valencianos ha pasado unos años duros pero se está recuperando. El destino reserva sin duda, para la ciudad y para su Feria, un futuro prometedor.

En mayo de 1969, un par de meses antes de recibir la condición de Príncipe de España, don Juan Carlos de Borbón visitó oficialmente la Feria Muestrario, acompañado de doña Sofía, en la última edición que utilizó las instalaciones de la Alameda.

La presencia de los Reyes y de todos los miembros de la Casa Real ha sido constante en la historia de la Feria. Saben que estar en la Feria es estar con Valencia. El rey don Felipe, que en su niñez recibía cada año juguetes de la Feria de Valencia, quiso estar hace un año, en Valencia y en la Feria, con ocasión del Centenario. Fue en el pasado mes de mayo de 2017, cuando empezaron las celebraciones del Centenario».

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